Nos encanta la nueva imagen del Boticario
Frecuentemente acudo a una farmacia en mi barrio, de esas con minisúper, son ugares algo fantásticos. Los clientes o en mi caso, los visitantes, están expuestos a toda clase de estímulos: ráfaga aromática previa a la entrada con un inconfundible olor a tacos. ¿Qué clase de farmacia con minisúper sería ésta si no tuviera en su banqueta un carro de tacos? Que por cierto, aprovecha el estacionamiento para colocar sus sillas plásticas rotuladas en el respaldo por alguna refresquera, bancos altos metálicos de asiento de vinil aún recubiertos con la bolsa de hule que de nuevos los protegía y que hoy, se encuentra raída y un poco sucia, pero hacen que esté presente el concepto de “nuevo” en algún rincón de la mente del propietario; mesa de salsas presentadas en molcajetes, en los que hábilmente el artesano esculpió una pequeña “carita de puerco”; no puede faltar la ensalada de pepino con chile habanero y cebollas moradas. La decencia y civilidad no se omite, el taquero no vende bebidas –sería demasiado abusar– ésas, las encuentra en el minisúper de la farmacia.
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Aunque este preludio no parece mucho estímulo, al entrar a la farmacia, por el
área del minisúper, espléndidamente iluminada por decenas de barras de luz
blanca, se reconoce un intenso aroma a limpiador, a cloro; lo sé por la picazón que de inmediato reconoce mi nada breve nariz, la que amerita que frote tan sólo por recordarlo (espero que a usted le suceda ahora y también frote su nariz). De inmediato el picor se mezcla con canela y el ambiente suavizado por los vapores del pequeño horno de acero inoxidable y doble ventana que en el pasillo resguarda los dedos de novia rellenos de jalea sabor a fresas.
Si continúa caminando, inevitablemente los aromas de los estantes de perfumería, jabones, champú, cambian de inmediato la atmósfera; ya desde este punto, se observa la pequeña fila, que nunca es mayor a tres o cuatro personas, que como yo, acuden a la zona de farmacia.
Al llegar por fin al lugar deseado, encontrará en el mostrador toda clase de chicles, chocolates, paletas de malvavisco, dulces, mazapanes y botanas, que aguardan
pacientemente la oferta justa de “por seis pesos más se puede llevar”…
Un joven o jovencita de entre 22 y 30 años, amablemente atiende a los clientes, de los que muy pocos acuden con receta, más bien con cajas vacías de los medicamentos que han consumido o pequeños papelitos recortados a mano de alguna hoja de cuaderno a rayas. “Joven, ¿tendrá de éste?”, es la frase más repetida en el lugar. El joven o jovencita teclea con maestría intermitente el nombre del medicamento en la carátula del sistema de inventario de la tienda, acto seguido da media vuelta y en un instante trae consigo la cajita del medicamento solicitado, la pasa sobre el lector de código de barras y con un tono sumamente melódico pronuncia “le sale en…”
Antiguamente el boticario atendía la oficina de botica, era el lugar donde se preparaban las fórmulas que los médicos prescribían a los pacientes que así lo requerían. Para ser boticario durante el siglo XV era indispensable acreditar un examen de conocimientos para poder ejercer la profesión. Ya para el siglo XIX se regularizaron los estudios de farmacia y la denominación de boticario cambió a farmacéutico, es decir aquél que se desempeña como profesionista experto en esta área del conocimiento. En las farmacias de antaño sólo había un mostrador, estantes con frascos metálicos identificados con etiquetas escritas a mano que contenían las sales medicamentosas, un par de sillas y sólo eso.
Me embarga de pronto un sentimiento melancolico por aquellos farmacéuticos y sus clientes. Jamás debieron reconocer al entrar a la farmacia el olor a tacos, el picor en la nariz, los dedos de novia, los dulces y botanas del mostrador. Creo que hoy somos muy afortunados.