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Hacienda

Hacienda (1ra Parte)

El aire húmedo y fresco de la mañana, esparcía el delicado aroma de los retoños de manzanilla por toda la hacienda de Santa Ana, la lluvia de anoche impregnó la tierra de tal manera que los girasoles destellaban de pétalos amarillos desde muy temprano. El cultivo de alfalfa se movía al unísono como una cadente y aromática marea de mil tonos de verde.

Los enormes corrales repletos de vacas, exhalaban sus vapores tibios como chimeneas de vapor, que en su centro cobijaban a los becerros entre las patas de sus madres, el más pequeño de ellos, a unas horas de haber nacido, iba dando tumbos y topes buscando el olor inconfundible de las ubres maternas, mientras recibía tiernos lengüetazos con los que su madre terminaba de acicalarlo.

Don José Luis Balbuena y Doña Victoria Rincón habían mantenido los últimos treinta años la hacienda, realizaban de manera metódica y amorosa todos los quehaceres y labores de la siembra, crianza y ordeña del ganado. Dios los había bendecido con cuatro hijos, José Luisito, Jorge, Felipe y Antonio, y una muy bella niñita Valentina, que con sus ojos claros y rojizas chapetas enmarcadas en su negro y brillante cabello, arrebataba sonrisas y gestos de ternura a quien sea que la conociera o si quiera la viera.

Todas las mañanas, una olla de barro cocía café de granos recién molidos que embebía con su aroma la cocina y el pasillo, en la ruda mesa de madera de la concina y sobre un pequeño mantelito de cuadritos azules amarillos y verdes, aguardaba plácidamente una canasta de paja con panes dulces, conchas, cuernos ladrillos de canela para el desayuno. Recargada en la pared, una cómoda de pesadas vigas de madera de mezquite guardaba una veintena de jarritos de colores.

Al iniciar ese día, como todos los de trabajo durante las vacaciones de la escuela, un poco antes de las siete de la mañana, Don José Luis y sus hijos hacían un intermitente desfile desde las habitaciones hacia la cocina, en donde sin sentarse, cada uno llenaban su jarrito con café y tomaba uno de los panes dulces, salía por la puerta que da al pasillo hasta le puerta principal de la casa en donde frente al altarcito de la virgencita de Guadalupe, cada uno de ellos se persignaba con la mano y el pan que llevaba en ella, a manera de un bello ritual familiar matutino, que los encaminaba, a cada uno a sus largas jornadas de trabajo en la hacienda.

La pequeña valentina, usaba su vestido favorito, el de falda de holanes y pechera con botones azules, siempre junto a su madre, aprendiendo lo necesario en la casa, el trabajo de la cocina, y todo cuanto su madre podía enseñar, sobre la vida de familia y las hermosas artes del hogar. Mientras un par de chiles se asaba sobre una comal, doña Victoria enseñaba el catecismo a la niña, diciendo “El que con Dios inicia, siempre bien termina” y dándole un beso en la frente comenzó la lección.

La vida en la hacienda no había sido siempre prospera, como en todo, los años difíciles produjeron valiosas enseñanzas en la familia Balbuena, se hicieron de amigos y trabajadores leales que hasta el día de hoy todos los días hacen muchos esfuerzos por mantener y hacer crecer la hacienda que desde los años cincuentas da trabajo y una muy honesta forma de vivir a los nacidos en pueblo Santa Ana, gracias a la Familia Balbuena. (cont.)

-∞-

Ivan García


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