Un día
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José despierta, es un día como muchos otros, muy temprano, mucho antes de las seis de la mañana, con el dorso de las manos talla suavemente ambos ojos antes de abrirlos, bosteza y ahora hace conciencia, sobre la mesita de noche hay una modesta lámpara, solo acaricia el apagador y decide no encender la luz pues su esposa aún duerme, trata de recordar sus sueños que se desvanecen rápidamente como el vaho al exhalar en una mañana fría, se pone de pie, inicia su jornada, recorre torpemente el pasillo que va de la pequeña habitación al baño, bastan tres pasos para estar frente la puerta del cuarto de los niños, aclara la vista y enfoca para entre sombras poder ver que también duermen, sigue un paso más hasta el baño, toma una ducha, no se afeita, no es necesario, bate un poco de café en una tasa de agua tibia, un bocado de comida, se prepara para salir, se despide de su esposa con un beso en la frente, los niños no han despertado, toma la mochila, la puerta de la casa cierra por fuera, el sol no ha salido, sortea los charcos y baches de la calle, son tres cuadras hasta el paradero, caminando solo tarda diez avemarías, hace la parada y sube al autobús junto con otras quince personas que lo esperan, más de cuarenta minutos de camino es tiempo de sobra para observar a la gente sentada, los jóvenes con auriculares puestos, viendo el teléfono, son como estatuas que solo pueden mover los dedos, la cumbia desganada del chofer se escucha como fondo de la escena surrealista, de pronto llega a la estación, baja del autobús, camina seis cuadras hasta la fabrica, el supervisor esta en la puerta, recargado en la maya de alambre, la gorra gris le cubre el entrecano, en las manos tiene la libreta, en la que anota el nombre de los que han llegado a tiempo, José saluda –buenos días-, el supervisor no se inmuta y asienta con la cabeza, con desenfado. Llega a su estación, deja la mochila, se coloca sus lentes, solo los usa para trabajar, no le gustan, comienza a trabajar, suelas de zapato, pegamento, es toda una rutina, cuatro horas seguidas, las manos se cansan, suena el silbato para anunciar la hora del almuerzo, sale a buscar el remanso de la sombra de un árbol, de su mochila saca una botella, bebe un poco de agua, come una pieza de pan y una manzana, un poco más de agua, recarga la espalda en el tronco áspero del árbol, cierra los ojos, descansa tres minutos que pasan más rápido de lo que se pueden pronunciar, suena nuevamente el silbato, debe regresar a su mesa, otra vez las suelas, el pegamento, el trabajo después del medio día es más difícil, el enervado ambiente por el aroma de los solventes lo complica, el tiempo pasa muy lento, han pasado por sus manos demasiados pares de zapato y mucho pegamento, son las seis de la tarde, ha llegado la hora, se aleja de la densa atmosfera, sale de la fabrica agotado, camina tres cuadras que perecieran diez cuesta arriba, sube al autobús, menos gente regresa a esta hora, hay niños con mochila y algunas madres con bolsas del mandado, han ido al mercado después del trabajo, baja en la estación, camina cabizbajo en línea recta, a cada cierto tiempo alza la mirada, los charcos se han secado y se levanta el polvo, a lo lejos puede ver su casa, una pelota cruza la calle con erráticos rebotes, un niño de unos cinco años corre tras ella, otro niño, más pequeño de solo tres, grita con todas sus fuerzas, se pone rojo, se ingurgitan sus venas –¡Papá, Papá!-, el mayor solo sonríe, se le acerca y le da un abrazo, entran juntos a la casa, José los abraza, besa a su esposa, no hay mejor momento en el día. Abrazar a los niños, besar a su esposa, desaparece el cansancio y la fatiga, todo es diferente, ahora todo tiene sentido… todo ha valido la pena.