Intermedio
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Amaneció un poco mas tarde que de costumbre, los árboles hacían sombra y los columpios del jardín estaban quietos, hacía calor, inició el día embebido en una ligera atmósfera festiva, especial como todos, pero tan diferente como el que recién pasó; con la vista nublada se pusieron ambos de pie, una caricia en las manos y un beso al aire.
Las brasas hacían trinar la piel del chile poblano que sobre una vieja parrilla curtida se asaba; sobre la mesa de madera cubierta de talavera azul, la masa para el tamal reposaba, se entreveían las vetas rojas de la salsa de chile haciéndola ver como un pequeño bonsái aromático. En el centro del patio de ladrillo rojo recién mojado, esperaba una mesa de herrería forrada en azulejo de alcatraces y con un servicio para dos.
La etiqueta del festejo era informal, ambos la disfrutaban más que cualquier vestido, traje sastre o corbata que pudiera confundir sus mentes con un día de trabajo. La inexistente agenda no precisaba horarios, itinerarios ni plazos; el tema de conversación eran los más efímeros e intrascendentes recuerdos de los últimos diez años en los que juntos habían madurado sus vidas.
-¿Recuerdas el día que me pico el alacrán?-
¡Claro que me acuerdo de aquella noche! Estábamos afuera de mi casa, platicábamos no sé de que cosa, cuando te sentiste el piquete y te golpeaste la pierna como para atrapar algo debajo de tu ropa, y apretaste el puño, no lo soltabas, y así con el puño cerrado, te bajaste del coche y sacudiste el pantalón del que salieron los pedazos de un alacrán y otro pequeño aún vivo que después pisaste, yo estaba muy asustada. Recuerdo que no querías ir a que te revisaran, ¿A dónde fuimos?... Sí ¡ya me acordé! A una clínica del centro en donde no te dieron nada y solo te hicieron esperar una hora para ver si te intoxicabas. ¡Qué risa…!
El chile relleno de tamal era verdaderamente delicioso, el sabor se acentuaba con el contrastante dulce del café de olla con piloncillo; ella tenía un plato de enfrijoladas artesanalmente enrolladas, bañadas en crema fresca y coronadas con un chile seco, ambos comieron un poco de sus respectivos platillos y como de costumbre, los intercambiaron, para probar y verificar el buen gusto que los dos tienen por la comida mexicana.
Mientras relataba la historia de aquella noche, él la miraba como quien descubre un tesoro, con una profunda fascinación y cotidiano asombro a la vez, sus hermosos ojos verdes generaban un clima de paz y tranquilidad que podían enmarcar cualquier momento por fugaz o duradero que fuera, para convertirlo en mágico. Como todas las veces, mientras le escuchaba, tomó su mano izquierda y la besó.
Habían terminado sus platillos por completo. –¿Les puedo ofrecer un poco más de café? – comentó el agradable mesero en turno– Sí, por favor, respondieron al unísono. Que bueno que les agrade, lo cocemos en una olla de barro con ramas completas de canela y lo endulzamos con un poco de piloncillo.
Esa segunda taza de café hacía el intermedio perfecto que buscaban esa mañana tan sobriamente festiva, que celebraba los nueve años de matrimonio que habían transcurrido.
Recuerdo que aquella noche se hizo muy tarde, eran más de las doce cuando te dieron de alta de la clínica, después, todavía me llevaste a la casa, mi mamá estaba muy preocupada también, lo bueno que no te pasó nada…
-¿Porqué te acordaste del piquete de alacrán?-
Ese es uno de mis días favoritos –respondí sin dudar- aquella noche, mientras esperaba sentado en la cama de observación de la clínica, en ese preciso momento, fue que me di cuenta que quería pasar todos los días del resto de mi vida contigo.
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Iván García