Pintoresco San Sebastián
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Desde la acera de enfrente el panorama multicolor destaca, el blanco y gris del resto del año se pierde entre flores, multitud y puestos de garnachas.
A mitad de la calle ya se puede percibir el aroma inconfundible de la flor de cempasúchil, su brillante tono amarillo-naranja recuerda que la tradición de los antiguos habitantes de nuestro país, era usarla en tapetes de pétalos para señalar el camino a casa de los muy extrañados difuntos.
El chillido y chisporroteo de las tripas de res friéndose en un comal hondo, junto a un muy colorido carrito de raspados, anteceden a los puestos de flores para las ofrendas que inundan las puertas del panteón de San Sebastián.
Ya desde la puerta, una parvada de niños armados con cubetas, franelas, escobas, mechudos, pinceles y frasquitos de pintura dorada acompañan a los visitantes al son melódico de "¿le lavo la tumba?", "¿le pinto las letras?"... no sería un verdadero festejo a los que ya se fueron si se omite el remozar sus nichos perpetuos en el día de su festejo.
De pronto y sin darse cuenta, la capilla principal está abarrotada en la misa de doce, los deudos medio escuchan mientras sorben un agua fresca de horchata con fresas en bolsita transparente de medio kilo y se hacen sombra con el folleto de algún plan a previsión que les fue entregado en el acceso. Es dos de noviembre, pero al mediodía hace calor.
Al transitar por las pequeñas calles del panteón, con nombres de santos y libros bíblicos, se escucha la plática de las familias sentadas alrededor de la tumba de alguno de sus seres queridos, -“me acuerdo del día en que se emborrachó bien harto y andaba haciendo chistes a mi mamá y se cayó encima de la mesita de la sala y la quebró toda, ese día nos reímos a puras carcajadas... esa mesita estaba bien bonita, la había traído mi tío de Michoacán cuando todavía no se ponía feo ir para allá…”
Flores, rosarios y envoltorios de papel aluminio con carnitas, tortillas y guacamole yacen sobre las lápidas, es la mejor forma de honrarlos, comiendo con ellos, compartiendo los mejores momentos del día, brindado por ellos y pidiéndoles patrocinio desde su morada en eterna paz.
Alguna familia piadosa, trata de concentrarse en el rezo del santo rosario, pero es un poco difícil con mariachis que cantan “Amor eterno” y troqueros entonando “Cruz de olvido” a sus espaldas, sin embargo tratan de hacer la más devota oración por su difunto, para que la misericordia de Dios lo tenga gozando del paraíso por toda la eternidad.
En este día, no es un panteón, es una verbena, una kermese, la más familiar de las fiestas populares, que igual se llora, se ríe y se rememoran las más grandes hazañas de valientes hombres y virtuosas mujeres que se han adelantado en el efímero camino de la vida. Entre gelatinas de jerez con rompope y pan de muerto sabor naranja y anís, transcurre una tarde que cada año se celebra entre cipreses, pinos y sombras de las estatuas de granito con forma de angelitos regordetes.
Al caer la tarde, llega el momento de partir, las bolsas negras de basura quedan repletas de platos y vasos desechables, la fiesta del dos de noviembre llega a su fin; las familias se retiran, la música calla y el de San Sebastián, vuelve a ser un panteón quieto, tranquilo, hasta el próximo año, hasta el próximo día de muertos, entre tanto, nuestros difuntos nos acompañarán en todo momento pues con su sabiduría, experiencias y anhelos allanaron el camino que hoy recorremos, por ello es que siguen en nuestros recuerdos, siempre presentes en nuestras oraciones, en los sentimientos que profundamente atesoramos y que harán que nuestros difuntos vivan por siempre en cada uno de nosotros.
Descansen en paz.
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Ivan García