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Vocación


Cierto día desperté, no sabía si era miércoles o domingo, me encontraba totalmente desorientado, no importaba, a los diez años eso no importa, mucho menos durante las vacaciones de verano.


Me quedé en la cama, más bien retocé como los pandas acostumbran durante un buen rato, aunque sin bambú en mano, masticaba mi sueño y algunas fantasías de lo que podría ser mi vida adulta, aunque a esa edad, parece ser que la adultez se encuentra muy lejana.


Lo que el destino me deparaba era tal vez ser un biólogo marino, viajando por el mundo, estudiando arrecifes y preservando especies en peligro, descubriendo hábitos de alimentación y reproducción de diversos animales desconocidos para la ciencia, como lo hacía Jacques Cousteau sobre el Calipso.


Me alcanzaron los quince años y me encontré con un nuevo paradigma, ya que la biología marina había pasado a la historia, por lo menos en la de mi vida; parece lógico para un adolescente que vive a 500 kilómetros del mar, sin embargo, una nueva fascinación deslumbró mis intereses, la arqueología. Parecía una aventura excepcional conocer la vida de los antiguos pobladores de la tierra teniendo como referente sólo sus utensilios, construcciones en ruinas y diversos escritos en dialectos indescifrables, parecía la mejor elección.


No había pasado mucho tiempo cuando un sábado por la mañana me encontré de rodillas, en una cancha del patio de la preparatoria, sosteniendo la cabeza de Ángeles Mandujano y tratando de tranquilizarla mientras hacía presión sobre la herida en la frente que recién se había hecho al caer mientras jugaba básquetbol. –¡Calma Angie, todo estará bien!- le decía, mientras le pedía a Pepe Gómez que pidiera una ambulancia –¡Calma Angie, todo estará bien!- una vez más le dije, mientras Bibiana Rea, su mejor amiga, avisaba a sus padres de lo ocurrido. En 1994 se debía ir a una casa y pedir el teléfono prestado para poder llamar una ambulancia, y se debía de saber de memoria el teléfono de la cruz roja, no existía el 066 o 065. Debí pasar cerca de treinta minutos con la cabeza de Ángeles Mandujano en mis rodillas, hasta que una ambulancia acudió al lugar y la trasladaron a la clínica de cruz roja para su atención.


Después de que se fue la ambulancia, caminé hasta el baño de la escuela y lavé mis manos con agua, estaban llenas de sangre y hasta ese momento me hice consciente de que estaba físicamente agotado, pero espiritualmente reconfortado; al parecer ese día descubrí mi vocación, la medicina.


Unos años después, en la sala de urgencias de un hospital, cerca de las tres de la mañana y luego de haber atendido a un par de jóvenes que habían sufrido un accidente automovilístico, después de haber atendido sus heridas y aplicado el medicamento necesario para su dolor, me quité los guantes de exploración, caminé al baño y al lavar mis manos reconocí esa sensación, estaba físicamente agotado, era la misma sensación de aquel sábado por la mañana en la cancha de la preparatoria y recordé mis propias palabras –¡Calma, todo estará bien!-, esta frase me siguió durante varios años como un mantra.


Ahora, cuando la tranquilidad de la noche se interrumpe por que alguno de mis pequeños hijos tiene una pesadilla, me levanto de la cama, lo tomo en brazos, lo acuesto y arropo, acaricio su cabeza y con la frase –¡Calma, todo estará bien!- lo acompaño hasta que duerme con tranquilidad. Luego regreso a mi cama y trato de dormir nuevamente, aunque no siempre lo logro en el primer intento.


A la mañana siguiente, cuando es hora de levantarme, sucede algo, reconozco esa sensación, la misma del patio de la preparatoria, la misma de la sala de urgencias, estoy físicamente agotado, pero espiritualmente reconfortado en sobremanera, con una satisfacción que se disfruta en secreto y que me permite reconocer que mi verdadera y más trascendente vocación, no era la de ser médico, sino la de ser padre.

-∞-

Iván García


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