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Doscientos diez


La casa en la que nací, no era grande ni pequeña, parece ser que tenía el tamaño adecuado, era como hecha a justa medida para una familia de seis hijos. Todo tenia un lugar y el lugar era de todos. En ella había rincones que resaltaban por su singularidad como un pequeño asoleadero entre la recamara transformada en estudio y la habitación de mis padres; allí al mediodía las flores de las macetas colgantes se desbordaban de color y parecían derramar una gran dosis de felicidad en el corazón de mi madre, a quien recuerdo sentada en el escritorio usando sus lentes para hacer anotaciones en libretas de forma francesa y cubiertas duras de color amarillo.


Por las mañanas, en esa casa, se escuchó el cantar de múltiples tipos de aves, que por muchos años anidaron en un árbol de naranjas que mi madre plantó en el último rincón del jardín, muy temprano, mi Madre, salía con un gancho larguísimo a cortar las naranjas más grandes y dulces que he visto y probado, con las que, al sacarles el jugo llenaba una jarra de vidrio soplado que colocaba en la mesa para el desayuno.


En esa casa, también vivió por muchos años una tortuga de tierra, de concha café nacarada y de nombre “Bonita”, que durante el tiempo de lluvia, disfrutaba de un charco, que los chorros de agua que escurrían por las tejas del patio, formaban en uno de los rincones del jardín. “Bonita” después de la temporada de lluvias, desaparecía entre las plantas de ornato que mi Madre plantó, seguramente oculta dentro del denso bosque de bambú, aún que el bosque solo media tres metros, para la tortuga debió haber sido una inmensidad. “Bonita” fue por muchos años la mascota de mi madre, hasta el día en que por accidente y sin despedirse viajó al cielo de las tortugas.


En otro rincón de la casa, había una fina cómoda de madera, sobre la que, con una imagen enmarcada, mi madre instalo un altar a la Virgencita. A sus pies, una carpeta tejida en hilaza blanca, una veladora, un rosario y un cirio, que encendía todos los días para hacer oración, y solicitar el favor de la protección Divina para sus hijos y esposo. Muchas veces mi Madre encendía el cirio del pequeño altar y partía a la cocina para preparar la comida y en silencio rezaba por todos.


El recibidor de esa casa, durante el mes de diciembre y enero, se adornaba con un pequeño cedro aromático, que se vestía de árbol de Navidad, a su costado un nacimiento de figuras de barro y cerámica, recordaba el extraordinario suceso de la encarnación del hijo de Dios para la salvación de los hombres, mi Madre le colocaba musgo “simpreverde” y lo regaba, con un pequeño botecito de plástico, del que esparcía con sus dedos gotitas de agua por toda la representación. El “misterio” desproporcionado en tamaño, dominaba el cetro del nacimiento, mientras San José y la Virgen María con una rodilla en el suelo contemplaba al Niño Jesús recostado en un pesebre de madera acolchado con torúndas de algodón. Alrededor de ese nacimiento, durante toda la infancia, aparecieron mágicamente los regalos de reyes el 6 de cada enero.

Cada rincón de esa casa, creo, es muy especial, pues en cada uno de ellos se encuentran historias de vida, que me hicieron ser la persona que hoy soy, las vivencias que junto con mis hermanos, nos hacen ser una familia unida y feliz, historias que no conozco y que solo mis padres vivieron en secreto y que seguramente atesoran.


Esa casa es entrañable, hoy que paso frente a ella por la noche, la veo cerrada, y con las luces apagadas, me doy cuenta que la quiero, no por lo que es, sino por lo que contiene, pues al cerrar los ojos y pensar en mi Madre, la veo siempre en esa casa; todos sus rincones, el asoleadero, el jardín, el árbol de naranjas, el altar, el recibidor con su nacimiento, son recuerdo de mi madre, quien amorosamente nos crió en esa casa marcada con el numero doscientos diez.

-∞-

Iván García


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